Con lo que a mi me gusta organizar y celebrar, no podía pasar desapercibido para mí misma el paso a una nueva década. Tras unos 20 escalando montaña y tomando el sol de la vida, llegué a los 30 entrando en un valle, observando la fortaleza de mis piernas y la adrenalina palpitante de la voluntad.
Praga fue el destino elegido para acompañarme en esta transición; sin duda no erré en la elección y se tornó una acompañante deliciosa y encantadora. Echándome a recordar, no puedo encontrar un viaje más perfecto en todos los vividos. Un viaje que de principio a fin fuese siempre bien: desde los transportes a todo lo acontecido. Todo parecía encajar como en un puzzle, en el mejor momento.
Es posible que la actitud serena que tengo en este momento de mi vida ayudase a que encontrásemos lo mejor y saboreásemos tan intensamente cada segundo. Hacía mucho frío si, -1 fue la máxima y -9 la mínima en esos días. Sin embargo, era soportable e incluso divertido vestirse cada mañana como una cebolla y tardar 5 minutos en entrar o salir de un restaurante, tras la laboriosa tarea de quitar guantes, medios-guantes (sin dedos, muy ocurrente yo), bufanda, abrigo, gorrito… etc…
La vida me regaló ese alineamiento de planetas que nos acompañó durante esos días; Praga me regaló, a la misma hora que yo nací, un maravilloso confetti de nieve. Fue increible aquella sensación. Con algo de nieve acumulada, pinté un poco en el suelo, hice el mono cuanto quise y me lancé a desenvolver la ciudad. Después de comer, como postre y sorpresa, comenzó a nevar más fuerte y en ese momento sí que pegué botes (por eso creo que en vez de cumplir he rejuvenecido y estoy volviendo hacia atrás pero shhhh, no digáis na!). La nieve se pegaba a la bufanda y se colaba por mi cuello fría y traviesa, haciéndome reír, empañando mis gafas, llegando copitos a mis ojos, a mi lengua y a mi alma. Mmmm…. (lo recuerdo y sonrío)
No solo Praga me sorprendió, también mis compañeros de trabajo se compincharon con mi acompañante y orquestaron una serie de regalos en forma de experiencia: una noche de Teatro Negro para la víspera del festejo, y una noche de Jazz, copas y cena en el día de mi fiesta. Escuchando a una gran artista checa, Leona Milla, en inglés y a un grupo muy popular en Praga, Jazz Q, disfruté de martini de mandarina, grapirinha, sidra de pera y demás bebidas «diferentes» que pude encontrar. Un sonido excelente y mientras tanto, copitos cayendo lentamente tras el cristal. Compañero inmejorable disfrutándolo todo a mi lado, serenidad inmensa. Momentos de perfección.
3 días más siguieron de paseos y más paseos por una ciudad que se hace querer. Su arquitectura me encanta, no me canso de descubrir edificios curiosos, colores y lugares diferentes. No tiene grandes museos para mi gusto, no visité iglesias, ni monasterios ni otros lugares de interés. Simplemente la paseé incansablemente y quedándome con ganas de volver. Para saborear esa gastronomía, desarrollar una idea fotográfica que no me dio tiempo, tomar café frente al Moldava, volver a recorrer el puente de San Carlos, comprarme alguna lámina de Alphonse Mucha, hacer un crucero por el río, ver los jardines frondosos, y pasear pasear pasear…
Haciendo un informe algo más formal, lo que más me ha gustado de Praga, además de sus calles y arquitectura es el encanto de la zona antigua, el magnetismo del puente de San Carlos (y eso que yo no soy de santos), la gastronomía checa (y eso que no me gusta la cerveza!) y los tranvías que surcan la ciudad y hacen de guías de excepción para mostrarte los recovecos de la capital de uno de los países más jóvenes del mundo.
Praga llegó porque así tenía que ser, y con ella la serenidad de un silencio nevado de calma.